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Reflexión breve sobre la Navidad

  • Roberto Maravilla González
  • 21 dic 2017
  • 2 Min. de lectura

Estamos sólo a unos días de celebrar el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. Para la mayoría de los cristianos esta debe ser una época que nos trae felicidad, una fecha que quizá nos acerque sentimentalmente a los demás, nos reunimos con familiares y amigos a conmemorar la venida del salvador, el «Verbo hecho carne» ( Jn 1,14). Pero viene la pregunta: ¿Creemos y sabemos realmente lo que estamos celebrando?

Uno de los principales puntos que todos los creyentes debemos saber es, que el paso de Jesús por este mundo está avalado por la historia, no es una figura mitológica más como las de los griegos o los nórdicos. Jesús ha nacido en una época que se puede determinar con precisión (sobre la fecha del nacimiento de Jesús ya lo hemos tratado hace un par de días).



La figura de Jesús está entrelazada con personajes y acontecimientos importantes registrados históricamente hablando, por ejemplo, el emperador Romano Augusto y el censo que él mismo ordenó al «mundo» entonces conocido. Esto lo podemos constatar con el escritor Flavio Josefo en su obra: Antigüedades judías.


Jesús, más allá de ser una figura sentimental, es un personaje que ha dejado huella en la historia. Él, es el «Hijo Dios», que ha querido nacer de una Madre Virgen, «Poner su morada entre nosotros» (Jn 1,17). Con él ha llegado la plenitud de los tiempos y en él, se cumplen las promesas hechas por Dios desde antiguo.


La promesa central de un Cristiano no son las cosas de este mundo, cosas que vienen y luego se van. Una de las tendencias de la época es reducir la fe a una especie de “lámpara maravillosa” en "algo" que cumple toda clase de deseos. La verdadera promesa es Jesús mismo, «Él ha venido para traernos vida y vida en abundancia» (Jn 10,10). Una de las promesas bíblicas que más nos llenan de esperanza es aquella que podemos encontrar en el libro del Apocalipsis: «Dios mismo estará con nosotros, enjugará nuestras lágrimas y no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque todo lo antiguo ha desaparecido» (21,3-4).


Dios nos ha creado para la «vida eterna», la cual según el Papa emérito Benedicto XVI, no significa la vida que viene después de la muerte, en contraposición a la vida actual, significa la vida misma, la vida verdadera, que puede ser vivida desde ahora y que después ya no puede ser rebatida por la muerte física. La vida verdadera, que ya nada ni nadie puede destruir.


Así podemos decir con el Profeta Isaías: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Sobre sus hombros descansa el poder, y su nombre es: Consejero prudente, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de La paz» (9,5).


 
 
 

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